En mi libreta de notas tengo señalado que fue un día de diciembre de 1892 cuando el inspector Lestrade nos introdujo a Holmes y a mí en lo que sería la aventura de la misteriosa mujer gato.
Aquel día Holmes se había despertado de buen humor, como pude comprobar al ir a visitarle; su recibimiento expresaba jovialidad. —¡Mi buen amigo Watson! ¿A qué debo el honor de su visita?
—Hacía tiempo que no nos veíamos, Holmes. Sé por los periódicos que anduvo en un nuevo caso de resonancia internacional. Por su alegría pienso que lo ha resuelto satisfactoriamente.
—En efecto, Watson. Y mi alegría se dobla en este momento, ya que, si no me equivoco, ahí llega Lestrade para depositar en nuestras manos un nuevo caso. Quédese y podrá embellecer con su prosa, otro de mis casos.
Al tiempo que decía esto me pasaba un telegrama que decía:
“Iré a visitarle a las doce”
Lestrade
—Expedido en Wigmore a las nueve. Por el ruido de sus botas deduzco que ahora mismo va a aparecer por la puerta.
Efectivamente. La puerta de la habitación se abrió y, tras la señora Hudson, apareció un Lestrade pálido y desaliñado.
—Acomódese mi buen Lestrade —le dijo Holmes acercándole una silla.
—Dígame qué misterio le ha sacado de la cama a altas horas de la madrugada, para ir hacia Whitechapel por un asunto de asesinato. Su barba delata la urgencia con que le llamaron. Lo de Whitechapel lo deduzco por el barro que adorna su calzado. Por su palidez me atrevo a asegurar que el problema es de los de crimen de por medio. Así que, señores ahórrense sus caras de asombro.
—Señor Holmes —dijo Lestrade con un suspiro. —Me mandaron llamar cerca de las cuatro de la madrugada. La ronda nocturna había encontrado en Whitechapel el cadáver de John Clay, aquel Individuo con el que tuvimos problemas hará unos cinco años.
—Ya recuerdo. “La liga de los pelirrojos”; pero continúe por favor.
—Bien. Me fui a toda prisa hacia Whitechapel porque me dijeron que había testigos que habían visto al asesino y que lo tenían acorralado. Al llegar vi el cadáver de Clay. Le habían rebanado el cuello de oreja a oreja. Dejaron allí mismo el arma homicida. Un guante artificial con unas afiladísimas garras retráctiles, como las de los gatos. Diversos testigos afirmaban haber visto una figura humana que, disfrazada de gato, se abalanzaba sobre Clay. Dicha figura huyó al oír voces, y se refugió en una casa cercana. Voluntarios del vecindario rodearon el edificio. Cuando yo llegué a la casa sólo encontré a tres mujeres. —Siga, siga —dijo Holmes impaciente.
—Las mujeres que encontré, respondían a los siguientes nombres:
- Amanda Johnson de 23 años; de profesión, prostituta.
- Sarah Smith; 39 años. Propietaria de un bar cercano.
- Selinda Kyle; 28 años. Maestra de una escuela ubicada en la misma calle.
—Sí —respondió Lestrade. Registré la casa. Todo era normal si exceptuarnos un pequeño pasadizo secreto que comunicaba la cocina con el desván. Una vez en el desván, por un ventanuco que hay, podría una persona muy ágil, salir hasta el tejado. Pero una vez allí, el edificio más cercano se halla a unos cuatro metros de distancia... Es un salto que no pude dar ningún ser humano. Holmes se quedó absorto y pensativo un buen rato. Lestrade se había calmado un poco. Yo aproveché para cargar y encender mi pipa, mientras el gran detective continuaba con la vista fija en un punto lejano.
Se desperezó por fin y dijo:
—Lestrade; esta tarde investigaré a estas tres mujeres. Venga sobre las seis a tomar el té. Seguramente habré dado ya con la solución.
Holmes nos acompañó hasta la puerta a Lestrade y a mí. Quedamos en volver a las seis. Asuntos urgentes me retrasaron y llegué a Baker Street a las seis y veinte.
—Siéntese Watson, me dijo Holmes. Yo observé que seguía con el mismo buen humor que por la mañana, Lestrade ya había llegado, y estaba cariacontecido y apenado.
—Le estaba explicando a Lestrade cómo se le escapó de las manos el asesino de Clay —aseguró Holmes mientras me alargaba una taza de humeante té.
—¿Cómo fue? —inquirí.
—Pude comprobar visitando el lugar de los hechos que el asesino entró efectivamente en la casa; y que saltó desde el tejado estos cuatro metros que parecen imposibles de saltar para un ser humano. Pero... no para alguien que se crea efectivamente un gato. —Bien, Holmes —admitió Lestrade. —Es su teoría y no tengo más remedio que aceptarla al no disponer de ninguna otra prueba. Se lo agradezco.
Dicho esto se levantó pretextando una investigación urgente y nos dejó solos.
Holmes se levantó. Se acercó al armario ropero y extrajo de él un disfraz de gato de cuerpo entero.
—¿De dónde demonios ha sacado esto? —le pregunté.
—Hablé esta tarde con las sospechosas —me respondió. —Una de ellas sentía un gran afecto por los gatos. Las otras dos los odiaban. Precisamente fue esta mujer, que tanta afición tiene por los gatos, la más relacionada con Clay... hasta el punto de ser su hermana.
—¡Pero Holmes! ¿Por qué no se lo contó a Lestrade?
—Watson; esa mujer mató a su hermano porque había abusado sexualmente de ella. Reiteradas veces. Se vengó matándole. El que se disfrazase de gato dice mucho en favor de un crimen premeditado y frío. Pero también dice en favor de la inteligencia de esta mujer. La atrapé con el disfraz en las manos, tratándolo de esconder. Me entregó su doble identidad y me rogó, llorando, que no dijera nada, Que nunca se volvería a repetir.
—La mujer gato era pues Selinda Kyle — afirmé.
—En efecto, Watson. Su apellido era Clay, se lo cambió para no tener problemas. Personalmente pienso que algunos crímenes no merecen que se castigue al asesino, si el asesinado es tan despreciable como en este caso. Callemos la venganza de la hermosa Selinda Kyle.
Miré a Holmes a los ojos. Aquella expresión no se la había visto desde que conociera antaño a Irene Adler. Comprendí y me quedé en silencio. Con el tiempo, el único recuerdo de aquel caso fue un ajado y polvoriento disfraz de gato, que Holmes guardaba junto a una infinidad de otros extraños recuerdos.
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